18/5/09

EL VÍNCULO DE LA AMISTAD


¿Eres un esclavo? Entonces no puedes ser amigo
¿Eres un tirano? Entonces no puedes tener amigos.
Nietzsche en Así habló Zaratustra

Es el vínculo más universal. En el que participan los tipos humanos más diferentes en edad, condición o cultura. El que, a diferencia del vínculo amoroso o de otros muchos, nos compromete y acompaña a lo largo de toda la vida...
Carlos Domínguez sj.


¿Eres un esclavo? Entonces no puedes ser amigo
¿Eres un tirano? Entonces no puedes tener amigos.
Nietzsche en Así habló Zaratustra

Es el vínculo más universal. En el que participan los tipos humanos más diferentes en edad, condición o cultura. El que, a diferencia del vínculo amoroso o de otros muchos, nos compromete y acompaña a lo largo de toda la vida. Son amigos los niños, los adolescentes, los adultos y los ancianos. Son amigos los hombres y las mujeres. Son amigos los seres del mismo sexo y también los del sexo contrario. Puede este vínculo de la amistad, sortear las diferencias de edad, de cultura o de creencias. Puede estar presente en otros tipos de relación como los del amor de pareja o los paterno filiales, aunque no necesite de ninguno de ellos para establecerse. Ni la edad, ni el sexo, ni la cultura, pues, parecen jugar como frontera para este tipo de vinculación humana. Como una bendición del cielo y como el sol y la lluvia, tampoco distingue para repartirse entre buenos y malos o justos e injustos. Circula con independencia del género, edad o condición y crea redes a través o al margen de lo institucional, precede o prolonga otros vínculos humanos y no se ve nunca sometido a reglamentación jurídica alguna que lo limite o condicione en un sentido u otro. Es la más libre y la más gratuita entre todas las vinculaciones que se puedan establecer. Por todo ello, tal como afirmaba Aristóteles, la amistad se constituye como una de las necesidades más apremiantes de la vida y es un bien del que nadie se quiere ver desprovisto, aunque se poseyeran el resto de los demás bienes.

Y sin embargo, resulta sorprendente que siendo la amistad un vínculo humano y afectivo de tal naturaleza e importancia, sea muy poco lo que sobre ella se escribe, llegando a estar casi ignorada en la mayor parte de las ciencias humanas. En particular, la época contemporánea parece sentir un llamativo y significativo pudor a la hora de acometer la tarea de reflexionar y analizar este tipo de vinculación tan determinante, sin embargo, en la existencia de todos.

Los grandes tratados y reflexiones sobre la amistad hay que buscarlos mayoritariamente entre los clásicos. Aristóteles aparece como el primero que centró su atención en este tipo de relación (la philia), como Platón lo hiciera sobre la relación amorosa (eros). Cicerón, dentro de la época clásica, dedicó también, como sabemos, una de sus obras más conocidas al tema de la amistad . Santo Tomás, recuperando la tradición aristotélica para articularla con la teología cristiana, trata de la amistad como una relación fundada en el amor de benevolencia y caracterizada particularmente por la reciprocidad. Finalmente, E. Kant ha de ser considerado como el gran clásico moderno en la reflexión y análisis de la amistad, distinguiendo una amistad de orden estético, caracterizada por la participación mutua en la alegría y el deleite (y cuya mejor ilustración la encontraríamos en la comida compartida) y una amistad de orden moral en la que se da una confianza total entre dos personas que se comunican recíprocamente sus juicios y sentimientos íntimos, pero que mantienen un respeto recíproco. Situando al otro como un fin en sí mismo, pone límite a la confianza e impide la utilización del otro como un medio. La amistad perfecta sería, para Kant, de alguna manera inalcanzable en la medida en que el amor y el respeto que hace propios los fines del otro no llegan nunca a su realización plena .

El por qué la temática de la amistad escasea de modo tan notable a partir de la ilustración constituye un dato digno de reflexión. Para Pedro Laín Entralgo la cuestión radicaría en que diluida la noción de persona a lo largo del siglo XIX (disuelta en el idealismo hegeliano o, simplemente, desaparecida en el positivismo) se imposibilitaría una reflexión con profundidad sobre este tipo de relación humana. Así pues, a pesar de la exaltación romántica sobre el tema, la reflexión se eclipsa tras una concepción que reduce la relación de amistad a la pura camaradería.

1. “No existen mercaderes de amigos....”

El término amigo -lo sabemos todos- puede ser empleado con significados muy diferentes. Algunos llaman amigos a cualquier conocido a través de relaciones realmente superficiales y otros reservan el término para referirse exclusivamente a aquellas personas con las que mantienen un grado realmente elevado de confianza e intimidad. Amigos, compañeros, camaradas, colegas constituyen, pues, parte de una constelación de términos que poseen determinados rasgos en común, pero donde las diferencias pueden llegar a ser muy significativas.

De hecho, el concepto de amistad padece hoy una notable devaluación que, probablemente, no es sino una manifestación más de la devaluación generalizada que se da en los modos de contacto personal. La mentalidad de consumo, el esquema que tan fácilmente introyectamos de “usar y tirar” , impregna también el mundo de las relaciones interpersonales y entre ellas el de las relaciones de amistad. El término “amiguismo” denota esa perversión en la que puede verse una llamada relación de amistad guiada tan sólo en razón de unos intereses. Sobre ello no parece necesario insistir, pero sí importa discernir y discriminar convenientemente lo que tendríamos que entender propiamente por el término “amigo”, por el significado que podemos atribuir al concepto de amistad.

¿Qué condiciones tendríamos que exigir como mínimos para que realmente se pudiera hablar de amistad?, ¿qué elementos tendríamos que considerar como indispensables para que una relación de amistad pudiera darse y mantenerse como tal?: ¿el afecto mutuo?, ¿la confidencialidad?, ¿el amor desinteresado?. ¿Qué es, realmente, lo que caracteriza más específicamente y lo que define mejor la esencia de este tipo privilegiado de relación?

Como tendremos ocasión de ver, quizás haya que pensar en más de una cualidad para definir la relación de amistad, pero para todas ellas existe una condición primera sin la cual la relación de amistad se revela como imposible. Esa condición, por lo demás, parece ser la que mejor puede diferenciar la amistad respecto a otros tipos de relación humana y la que le presta su carácter más peculiar y distintivo: no existe amistad si la libertad no se manifiesta como condición esencial para que el vínculo se establezca y si esa misma libertad (entendida como ausencia de presión externa y no tanto de condicionamientos internos) no se mantiene como condición permanente de la relación establecida.

El afecto, el amor benevolente, la confidencialidad, la participación en ideales comunes... todo ello podrá dar cuerpo a una relación de amistad, pero nada de ello cualifica y diferencia a este tipo de relación como lo hace la libertad y la gratuidad con la que ésta se manifiesta y tiene que establecerse. Existe afecto muy intenso en unas relaciones paterno filiales o de pareja. Y sin embargo, no tiene por qué existir necesariamente entre esas personas así vinculadas una relación de amistad. Existe también amor benevolente en muchas relaciones altruistas. Pero ese amor desinteresado no constituye una base para que surja y se dé la amistad entre quienes así se relacionan. Hay un grado muy elevado de confidencialidad en las relaciones que se establecen, por ejemplo, con un psicoterapeuta o con un confesor, sin que la amistad tenga que mediar la relación (en el caso del psicoanalista, sabemos que incluso la estorba). Existen igualmente grandes colaboraciones en proyectos colectivos que implican una participación en los mismos ideales y tareas a realizar en común, pero que no tienen por qué necesitar de una relación amistosa entre los que así se comprometen y colaboran. El afecto, el amor desinteresado, la confidencia, la colaboración, todo puede y quizás tenga que formar parte del vínculo amistoso, pero nada de ello configura una relación de amistad. Si el vínculo no surge desde la libertad recíproca de quienes se relacionan, la amistad no puede ver su nacimiento.

Probablemente no existe ningún tipo de relación humana que, como la amistad, se vea completamente al margen de cualquier forma de reglamentación. Cualquier otra modalidad de vínculo humano se ve sometido, sin embargo, a ella. La misma relación amorosa, que pudiera parecernos en principio la más alejada y casi contradictoria con la norma o la ley, es objeto, sin embargo, de reglamentación jurídica en el derecho matrimonial, bajo la figura de pareja de hecho o como materia de penalización en caso de adulterio, de acoso sexual, etc. Se reglamentan las relaciones paterno-filiales y los Estados vigilan su cumplimiento. Se legislan las relaciones laborales, comerciales, las políticas y las de diversos modos de asociación (fundaciones, clubes sociales, deportivos, O.N.G., etc...). No cabe, sin embargo, pensar en una jurisdicción que regule la relación de amistad, que permita reclamar un derecho sobre ella, que penalice una mala acción en su seno o que exima en razón de ella de cualquier otro tipo de obligación o responsabilidad. La amistad es una relación por ello absolutamente libre y gratuita y que tan sólo se mantiene mientras esa libertad y gratuidad se sigan dando. De ahí, como afirma C. S. Lewis , la exquisita arbitrariedad e irresponsabilidad de este amor. No tenemos la obligación de ser amigos de nadie, y ningún ser humano en este mundo tiene el deber de ser amigo nuestro. No hay exigencia ni sombra de necesidad alguna. La amistad es innecesaria, gratuita, como el arte. No tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que dan valor a la supervivencia. No es objeto de un arte ni resultado de una técnica interesada como pretendía el famoso manual Cómo ganar amigos de D. Carnegie. Ni es posible ganarse un amigo por mero empeño o interés si el libre deseo del otro no accede a ello. Se podrán ganar aduladores sumisos o serviles acólitos, pero no amigos, si el otro no quiere ni lo desea. No existen, por ello, mercaderes de amigos, tal como dice el zorro en El principito.


2. Identificación y amor benevolente.
Pero si la libertad es la condición misma de la relación de amistad, el suelo donde germina y florece, necesitará de una semilla particular y de un riego permanente para llegar a ver su fruto. El afecto, el deseo, la atracción en una ramificación muy específica que más adelante analizaremos, tendrá que ser la fuerza vital que, efectivamente, dé cuerpo y realidad a este vínculo tan específicamente humano.

Tampoco hay amistad sin afecto, sin comunicación amorosa, sin expresión del modo que sea, de la ternura, del cariño, de la identificación o del interés por el otro. En definitiva no existe amistad sin la intervención del deseo. Un deseo que, como impulso básico que nos mueve, desde nuestra condición de “ser separado”, aspira de un modo y otro a la reducción de la distancia y la diferencia que nos constituye.

En registros, tonos o intensidades que, como veremos, pueden ser muy diferentes, el deseo se constituye en el gran motor que posibilita y energetiza la relación de amistad, y a su vez, encuentra en este tipo de relación una de las vías más idóneas, más ricas y más liberadora tanto para el individuo como para el grupo social en el que éste se sitúa.

El deseo que impulsa a la amistad se irá manifestando conforme a las dinámicas particulares de cada sujeto. Dentro de esas dinámicas, los procesos de identificación jugarán siempre un papel decisivo modulando dinámicamente el encuentro con el otro. Identificación a través de un pasado con puntos de semejanza, identificación en un presente compartido o identificación en las expectativas de un futuro soñado. Procesos de identificación, en definitiva, que hacen que la relación de amistad tenga que contar también como condición esencial para su establecimiento el que se dé algún tipo de igualdad y reciprocidad entre los que así se relacionan. Sin ese núcleo de igualdad que favorece la identificación, no es posible establecer la relación en este registro particular de la amistad. Por ello, tan sólo se puede entender la relación de amistad con padres, jefes o superiores si éstos aciertan a poner entre paréntesis lo que impide que esa identificación, complicidad y reciprocidad se pueda llevar a cabo. Y por ello también resulta particularmente difícil el establecimiento de la relación de amistad cuando esas diferencias que marcan estos tipos de relación exceden de un punto que hace imposible la necesaria identificación entre los individuos. Sabemos bien cómo en más de una ocasión, una relación de amistad se ha disuelto cuando uno de los sujetos ha pasado a desempeñar una labor de autoridad que le obliga a reducir el grado de igualdad, de complicidad con el otro. La mutua identificación que sostenía la relación ya no se hace posible.

Esa identificación que juega dinámicamente en la relación de amistad va encontrando en cada etapa de la vida unas modalidades propias y específicas de manifestarse. Los niños se identifican entre sí en sus juegos y fantasías compartidas, los adolescentes encuentran en el otro una imagen de lo que desean constituir en ellos mismos, los adultos amigos participan de los proyectos, ideales y visiones del mundo que les son comunes. La identificación va creando así entre los sujetos diversos soportes para establecerse. Pero a lo largo de las diversas etapas de la vida, esos procesos de identificación mutua deben ir dejando paso a la manifestación de la distancia y de la diferencia que nos constituye a cada uno en nuestro ser y peculiaridad específica. Por eso mismo, la maduración del deseo a lo largo de esas diferentes etapas irá facilitando una exigencia de respeto a la alteridad y a la diferencia del otro. De ese modo la relación de amistad se abre a esa otra magnitud esencial que la caracteriza que es la dimensión ética de apertura y compromiso con la alteridad. Ella presupone la aceptación de la distancia que nos constituye

como “seres separados” y la tolerancia de la diferencia que nos perfila peculiarmente a cada uno. Desde esa aceptación se abre entonces la posibilidad de que el otro se manifieste no sólo como objeto de identificación, sino de amor también.

Sin esta otra dimensión en la que se articula la demanda con la ofrenda, la recepción con la donación, el apoyo recibido con la disposición a prestarlo también al otro, la amistad queda mutilada en un aspecto esencial. Por esta razón, la sabiduría popular ha expresado siempre su convicción de que la amistad se verifica en los momentos de dificultad, en esos momentos donde la capacidad de sacrificio amoroso encuentra la oportunidad de manifestarse, más allá de la complacencia y gratificación que los mecanismos de identificación ponen en juego. Sabemos que contamos con un amigo cuando confiamos en que ese otro será capaz de dar, de arriesgar, de perder, si es el caso, algo de sí mismo en nuestro favor. Y sabemos que tan sólo en la misma medida en que estemos dispuestos a ello seremos amigos para otro. Justamente por ser la relación más libre, la menos obligada, manifiesta mejor que ninguna otra la dimensión ética que puede comportar la relación humana.

En esta articulación de deseo y compromiso personal es, por otra parte, donde puede surgir ese otro factor esencial de la relación de amistad que es el de la confianza. Confianza con el amigo para solicitar de él ayuda o compañía, confianza también con el amigo para manifestar nuestra intimidad, para mantener esa “comunicación amorosa” recíproca a la que se refiere Laín Entralgo. Pero confianza no sólo “con”, sino también “en” el amigo, puesto que creemos en su capacidad y disposición favorable hacia nosotros, desde el convencimiento (que supone evidentemente un riesgo) de que no nos traicionará. Sin seguridad absoluta, sin garantías de ningún tipo nos fiamos del amigo.

Estamos, pues, así en el punto de encuentro entre la dinámica del deseo y el mundo de valores que lo configuran y, al mismo tiempo, lo sobrepasan. Toda pretensión, pues, de comprender la relación de amistad prescindiendo de este componente ético que necesariamente la configura en su estado de madurez, quedaría mutilada en uno de sus aspectos fundamentales. Probablemente, el pudor psicoanalítico para acercarse a los campos axiológicos y su paralela dificultad para la comprensión de los procesos de sublimación ha operado en esa significativa retirada para afrontar el análisis de esta importante ramificación del deseo.

La reflexión ética y filosófica ha insistido (quizás sobremanera) en el aspecto ético de la relación de amistad. No es una virtud la amistad, pero en su grado de madurez no se entiende sin la participación de ella, nos dejaba ver Aristóteles. Para Santo Tomás era el amor benevolente el que caracterizaba este tipo de relación, aun reconociendo que no bastaba dicha benevolencia para que la amistad llegara a constituirse. Kant insistió en el respeto al otro que obliga a considerarlo un fin en sí mismo y nunca un mero medio.

A la vista de lo dicho y frente al estado de devaluación actual del concepto de amistad se podría, pues, concluir que tan sólo podemos hablar auténticamente de este tipo de relación humana cuando el vínculo surge y se mantiene en la libertad, cuando el deseo juega su papel de atracción, cercanía, comunicación y expresión mutua y cuando el vínculo desemboca en el compromiso mutuo de los que así se relacionan. Estos valores básicos de la amistad son los que, en efecto, se ven reflejados en las diferentes concepciones culturales de la amistad. El comportamiento de los amigos puede variar mucho según las diversas culturas, pero los valores relativos a ellas se manifiestan con sorprendente analogía en las diversas sociedades y culturas.

Y, sin embargo, no siempre resulta fácil diferenciar este tipo de relación humana de otras en las que, igualmente, participa el deseo. En la complejidad inherente a toda experiencia relacional, fácilmente se entremezclan sentimientos y actitudes que hacen imposible distinguir una vivencia pura y contradistinta de cada una de las ramificaciones del deseo. Por ello, el amor de amistad no siempre es fácilmente diferenciable del amor de enamoramiento, del amor altruista, del compañerismo, la camaradería o el cariño. Un breve análisis diferencial entre algunos de estos diversos modos de relación, puede, por tanto, resultar enormemente clarificador.


3. Amigos, camaradas o enamorados.

El compañerismo o la camaradería constituyen unos de los tipos de relación humana que más fácilmente se pueden confundir con la amistad, por poseer con ella una serie de aspectos comunes. Etimológicamente, camarada es el que comparte un cuarto, la cámara común, el que acompaña a otro y come y vive con él. De ahí, comenzó a designar el que comparte la suerte de otro y por extensión, el amigo. Sin embargo, el elemento de tarea y colaboración se destaca en la relación de camaradería (o de compañerismo) y le connota de modo tan esencial que razonadamente debemos diferenciarla de la relación de amistad. Con el amigo puede haber y, de hecho, hay muchas veces colaboración, pero la amistad se distingue en que ese compartir la tarea se realiza en función del afecto y no en razón de una obligación, tal como solemos entender que ocurre con el camarada o el compañero.

El camarada o el compañero manifiesta una relación que, generalmente, se encuadra dentro del campo institucional o en el seno de algún tipo de movimiento o agrupación colectiva (educativa, militar, política, deportiva, etc.). En su seno, efectivamente, surge un tipo de relación marcada por la persecución de unos objetivos comunes y en cuya dinámica de colaboración y solidaridad puede nacer la amistad. Pero no basta ser compañero o camarada, sentirse unido en un proyecto o en unos ideales comunes, para que la confidencia o el compromiso personal, característicos de la amistad, vean su nacimiento.

Es, sin embargo, la diferenciación entre la relación de amistad y la de enamoramiento la que mejor nos puede ayudar a captar lo más específico de la relación de amistad, dentro del conjunto de relaciones amorosas en las que participa el deseo .

El enamoramiento constituye un tipo de relación con un momento definido y que se presenta como siguiendo la ley del todo o nada. No caben grados, se está o no se está enamorado. Es además, una pasión y porque es pasión conlleva sufrimiento. Es éxtasis, pero es tormento también. La amistad, sin embargo, huye del sufrimiento y, cuando puede, lo evita. El enamorado, como afirma, P. Laín Entralgo es un ente menesteroso e hiperbólico, porque su menester comporta una ambición orientada hacia el “todo” y, desde ahí, vive de una manera absorbente y exaltada la necesidad de comunión física y espiritual con la persona amada . El enamoramiento, por lo demás, nace sin tener asegurada la reciprocidad, cosa que no sucede en la relación de amistad. Si el otro no lo desea, nuestro propio deseo de amistad se desvanece. No interesa ser amigo de quien no desea serlo de nosotros.

Pero lo que resulta más significativo en la diferenciación entre la relación de enamoramiento y la de amistad es el hecho de que la dinámica del primero está caracterizada por una natural tendencia a la posesividad. El enamorado, por ejemplo, desea saberlo todo de la persona amada, sus ideas y sus sentimientos. El amigo no necesita tanto. Acoge lo que se le ofrece con gratitud, pero sin exigencia. No experimenta esa necesidad de posesión que padece el enamorado. La libertad, que hemos visto como condición de la amistad, queda de alguna manera en entredicho dentro de la relación de enamoramiento. Por eso, el enamorado se siente celoso. Pero la amistad se preserva de tal tipo de sentimiento y si en ella hace presencia parece obligado sospechar que la relación encubre ya otro tipo de vinculación diferente a la que queremos denominar como amistad. La frontera entre este tipo de relación y el enamoramiento se desdibuja. Así acaece fácilmente, como sabemos, en las relaciones establecidas en el período de la adolescencia.

El enamoramiento se impregna de Eros y le permite expresarse sin dificultad. Busca la unión de los cuerpos como medio de borrar la distancia y la diferencia que nos constituye. La amistad, sin embargo, pretende cubrir la distancia que nos separa de otro modo diferente: mediante la participación en las ideas, los sentimientos, los proyectos comunes. Encuentra en la palabra, en el gesto y en el silencio participativo su medio de comunión. El encuentro íntimo que pretende no es ya de piel a piel, sino de “decir a decir”. No necesita ni aspira a la fusión que el erotismo y la genitalidad pretenden en la dinámica del enamoramiento. Por eso, también, aunque le agrada y agradece la presencia del otro, no la urge ni reprocha su ausencia.

Y sin embargo, a pesar de las evidentes diferencias existentes entre las dinámicas del enamoramiento y la de la amistad, éstas no nos pueden hacer olvidar que tanto una como otra se nutren de la misma corriente de fondo: el deseo como aspiración a una unión que alivie la carencia de base que nos constituye como seres separados. En ese tronco común del deseo encontró el psicoanálisis la fuente dinámica que alimenta la relación de amistad.


4. El deseo pulsional de trasfondo.

También en este campo sorprendió de modo chocante la teoría psicoanalítica, como si, efectivamente, hiciera cierta una vez más la afirmación freudiana de que el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos. En su interpretación de la amistad Freud recurrió, en efecto, a enlazarla (refiriéndose a las establecidas entre personas del mismo sexo) con una de las dimensiones de nuestro mundo afectivo que movilizan más resistencias y dificultades de aceptación: la vertiente homosexual.

La amistad, en efecto, se consideró y así se sigue entendiendo hoy en el campo psicoanalítico como una sublimación o una derivación del primitivo deseo pulsional que, inhibido en su finalidad de aproximación erótica, encuentra una vía de canalización a través de este valor social del encuentro amistoso. En esa nueva modalidad, la corriente erótica primitiva inhibe su fin más específicamente sexual o genital para situarse en un nivel diferente, acrecentando, por lo demás, de este modo su participación psíquica.

En el ámbito de la amistad con personas del mismo sexo es, efectivamente, la parte homosexual existente en todo sujeto la que encuentra así una vía “rentable” por la que derivarse; al mismo tiempo que la sociedad se beneficia por los lazos estables que de ese modo se crean en su seno. La dinámica cultural recibe de este modo un aporte fundamental para su propio dinamismo y la consecución de sus objetivos. El deseo pulsional, en efecto, no cesa de unir entre sí a los individuos. Y si, en su dimensión específicamente genital, contribuye de modo decisivo a la formación de la familia y conservación de la especie, en la inhibición de ese fin contribuye a generar lazos de amistad, que al no poseer ese carácter de exclusividad que el amor de pareja exige, contribuye a crear redes de unión más amplias y, muchas veces, más duraderas también .

En las relaciones con el otro sexo, el fín erótico queda igualmente inhibido y derivado hacia otros intereses socialmente valorados, como pueden ser los de la participación común en ideales, aficiones o actividades de cooperación. En cualquier caso, estos lazos amistosos con el otro sexo encontrarán siempre una mayor dificultad para establecerse, en la medida, en que las primitivas finalidades específicamente eróticas podrán hacer aparición con mayor facilidad, transformando la relación amistosa en otra de carácter diferente. Como también puede ocurrir que una relación establecida desde la pasión amorosa vaya transformándose paulatinamente en otra, donde predominen los sentimientos cariñosos, tiernos y amistosos que proporcionan a la relación una estabilidad y duración que no posee la pasión amorosa.

Se abre así un complicado juego en las eventuales combinaciones de sentimientos amorosos y amistosos. En determinadas circunstancias, ambos tipos de sentimientos se mostrarán como incompatibles, mientras que, en otras, cabrán transformaciones del sentimiento amistoso en amoroso y, aunque con más dificultad, también cabe pensar una evolución desde los sentimientos de amor hasta los de amistad. Como es igualmente reconocible la coexistencia de ambos en una misma relación. Hay amistades entre personas de distinto sexo (o del mismo en el caso de la homosexualidad) sin que haya enamoramiento, como existe enamoramiento sin participación de vínculos amistosos. En otras ocasiones, sin embargo, será la amistad la que lleve al enamoramiento a su más plena realización. Porque es verdad que la “philia” -tal como afirma Laín Entralgo- es el hábito anímico que otorga al “eros” su más idónea perfección . En definitiva, se nos muestra así una vez más que en la arborescencia del deseo sus diversas ramificaciones se pueden fundir y confundir con extrema facilidad.

La historia de cada uno estará siempre como trasfondo determinante en esas dinámicas particulares del amor o de la amistad. Esas simpatías y antipatías que cada cual experimenta en sus contactos interpersonales, que van creando lazos, dando lugar a procesos de identificación o generando lejanías y rechazos se encuentran genéticamente vinculadas a las experiencias de la propia biografía y, en particular, a las de la infancia y las relaciones familiares.


5. Psicodinámica de la amistad.

Como ya se indicó anteriormente hay que contar con los procesos de identificación para encontrar la clave fundamental en el establecimiento del vínculo afectivo de la amistad. La sintonía que se experimenta junto a la persona amiga, en efecto, es la que brota de la identidad que se percibe en determinados aspectos de su pensar, su sentir, su proyectarse en la vida. Si la amistad es un alma en dos cuerpos, como bellamente lo expresara Aristóteles, es porque la identificación juega en ella como factor psicodinámico fundamental. En este sentido, lo “omoios” se deja ver en el vínculo amistoso, tanto en la relación con el propio sexo como en la relación con el otro.

Esa sintonía será percibida muchas veces de modo claro y consciente; en otras ocasiones, sin embargo, tal como ocurre también en la dinámica amorosa, la percepción funcionará a nivel inconsciente, dando lugar también a esa extrañeza que nos produce muchas veces la atracción y simpatía que podemos experimentar por otras personas sin una aparente razón. Nuestro deseo nos va conduciendo a lo largo de la vida hacia determinadas personas (como nos va alejando de otras) porque nuestro inconsciente cree reconocer en ellas unas posibilidades u obstáculos determinados para producir el encuentro.

Esa identificación, por lo demás, es una corriente afectiva que no siempre encontrará claro el límite con el afecto amoroso, en el que ya no se pretende tanto el “ser como” de la identificación, sino más bien el “tener a” del amor. Es el caso en el que la vertiente homosexual que siempre juega en la relación de amistad del mismo género no acierta a contener y limitar sus pretensiones últimas, y dando rienda suelta a la inhibición del fin, desemboca en las tradicionalmente conocidas y anatematizadas “amistades particulares”. En otros casos, por el contrario, también acaece que esa dimensión homosexual se ve tan constreñida y bloqueada que impide la normal expresión del afecto y que dificulta la expansión de la amistad en su vertiente esencial de cercanía afectiva. No es posible vivir esa cercanía, esa proximidad corporal incluso que también pretende el amigo, sin experimentarla como peligro para esa parte homosexual reprimida. En la relación amistosa con el otro sexo, el paso de la identificación a la elección amorosa, tal como señalábamos más arriba, se puede dar con más facilidad.

En la relación de amistad, de alguna manera, nos encontramos con nosotros mismos en la persona del otro, vemos nuestro rostro reflejado en el espejo en que se convierte el amigo para nosotros. ¿Pues qué es, por lo demás, el rostro del amigo? Se interroga Nietzsche: Es tu propio rostro , en un espejo grosero e imperfecto . En él percibimos, efectivamente, nuestros intentos de ser, de pensar y de sentir, ya sea a través de lo que de hecho existe en nuestra propia realidad, o a través de lo que tan sólo son deseos más o menos posibles. El componente narcisista se manifiesta así como uno de los factores importantes que sostiene el vínculo de la amistad.

La identificación, pues, se lleva a cabo desde nuestro Yo real, pero también desde nuestro propio Ideal del Yo proyectado sobre el amigo. El amigo refleja, hace realidad esas dimensiones soñadas para nosotros mismos, con más o menos posibilidad de ser alcanzadas. Sostiene así nuestra aspiración a ser en los distintos niveles del comportamiento.

Pero la imagen devuelta por ese espejo que es el amigo puede servir también para realizar y llevar a cabo, de modo imaginario, nuestras zonas más oscuras y prohibidas. Es el caso en el que se busca la complicidad de la “mala compañía”, la que permite vivir vicariamente, aunque sea en el nivel de la fantasía, lo que para sí mismo se muestra vedado. Desde la infancia hasta la edad más adulta, este tipo de amistad cómplice puede jugar un papel de importancia en la dinámica de nuestras relaciones.

En cualquier caso, la identificación que juega como base afectiva fundamental en la relación de amistad exige que en ella se dé, de una manera u otra una reciprocidad (real o imaginaria) y una igualdad. “Philotés-isótes”, se afirmaba en el mundo griego, es decir, “amistad - igualdad”. Porque si bien es verdad que la amistad es capaz de superar muchas desigualdades, éstas podrán ser tantas que vengan a imposibilitar o a hacer muy difícil la actuación de los mecanismos identificatorios necesarios para que el vínculo afectivo llegue a establecerse y mantenerse convenientemente. Así, las amistades que se pudieran establecer entre padres e hijos, profesores y alumnos, jefes y subordinados contarán siempre con unos límites y sólo se harán posibles en la medida en que la superioridad de una parte sea puesta entre paréntesis. Recordando una vez más a Aristóteles, hay que decir que la amistad no puede subsistir en la distancia existente entre dioses y hombres .

Desde esta exigencia de igualdad que posibilita la identificación mutua, las relaciones de amistad asumen con muchas frecuencia una transferencia de las antiguas, reales, temidas o soñadas relaciones de fraternidad. El amigo desempeña fácilmente el papel atribuido interiormente a la representación fraterna y en la relación con él se moviliza toda esa intensidad de afectos, positivos y negativos también, que interiormente se mantuvieron con los hermanos.

Pero dentro de este mismo tipo de representación, cabe otra serie de aspectos transferenciales derivados de las antiguas relaciones de objeto que tuvieron lugar a lo largo de la infancia. El amigo, dentro de los límites exigidos por la reciprocidad y la igualdad, juega muchas veces (y generalmente a niveles más inconscientes) papeles que guardan una íntima relación con las figuras parentales (como los mismos hermanos la desempeñaron muchas veces también). Quizás no seamos capaces de percibir en la relación entre dos amigos niños o adolescentes, aparentemente hermanados en una neta igualdad, los papeles de padre o de madre que uno de ellos está desempeñando en relación al otro. Entre los adultos, incluso, esas representaciones parentales pueden estar jugando un papel importante con independencia de la edad de los relacionados y a veces, incluso, cuando la edad es la inversa a la que correspondería en una relación paterno-filial. Los rasgos de personalidad de una parte y las tendencias identificatorias de la otra hacen lo más importante, dejando en un segundo plano muchos elementos de realidad. La complicidad en el desempeño de esos papeles juega con frecuencia de modo fundamental en el mantenimiento de la relación establecida.

Pero el vínculo de amistad es un dinamismo vivo, dependiente siempre de las dinámicas particulares de los que así se relacionan. De ahí que la estabilidad, mantenimiento, desarrollo o decaimiento y pérdida de la relación, tenga que ver directamente con los procesos psicodinámicos de las personas unidas por este tipo de lazo. Una relación establecida fundamentalmente en el juego transferencial paterno-filial puede entrar en crisis (y superarse para encontrar un nuevo status o para desaparecer) desde el momento en que una de las partes, desde su propio dinamismo personal, se niegue a mantener el papel que hasta entonces jugó, puede incluso que hasta de modo gratificante. Como una relación fundada en una transferencia de tipo fraterno que satisfaga una necesidad de competencia y rivalidad, puede dar al traste desde el momento en que esa rivalidad desencadene un montante agresivo incapaz ya de ser contenido en la relación establecida. El desencadenamiento de los fines específicamente eróticos, controlados durante un tiempo, puede igualmente alterar la dinámica de la relación, haciendo imposible su mantenimiento, si una de las partes no puede o no quiere responder a ese otro nivel en el que la otra parte expresa su demanda.


6. Crisis, pérdidas y rupturas.

A lo largo de los diversos ciclos vitales en los que la relación de amistad va haciendo acto de presencia con sus peculiares características (es muy diversa, en efecto, la dinámica de las amistades infantiles, adolescentes o adultas) experimenta también, como los individuos mismos, momentos de tensión, de estancamiento, de plenitud o de involución, pérdida y muerte. Entramos así a considerar el papel que en los procesos de amistad desempeñan las crisis en la relación y las posibilidades de superación, estancamiento o ruptura de la misma. Son muchos los factores que, evidentemente, pueden entrar en juego. Tanto los concernientes al propio estilo de relación como otros de orden externo pueden desempeñar un papel fundamental en el desencadenamiento de la crisis, así como en su evolución posterior.

El enamoramiento y matrimonio de una de las partes, por ejemplo, juega como uno de los motivos más frecuentes de crisis, debido a la nueva situación triangular que se establece. Puede también, sin embargo, dar lugar a un reforzamiento del lazo, precisamente por la intervención del nuevo elemento incorporado a la relación. La amistad, como sabemos, a diferencia del amor, no tiene dificultad en incorporar e incluir nuevos lazos. Por el contrario, la amistad puede también verse en peligro con motivo de la separación de una pareja que, para el amigo común, desempeñaba la posibilidad de idealizar sus propias fantasías de unión al respecto. Las transferencias de corte parental, sin duda, entran a formar parte importante de estas dinámicas triangulares.

Si las situaciones triangulares en las que el amor y amistad se entrecruzan pueden originar la crisis, también las transferencias de orden fraterno, que juegan de modo tan importante en esta relación, pueden hacer que el éxito de una de las partes venga a acrecentar de tal modo el nivel de rivalidad de la otra o el sentimiento de superioridad en aquel que triunfa, que descomponga el equilibrio que hizo posible durante un tiempo la relación. No basta el éxito propio, es necesario que fracasen los amigos, expresaba con amargo cinismo el filósofo francés La Rochefoucauld en el siglo XVII.

El exceso de dependencia por una de las partes hay que considerarlo también como un factor de importancia en las crisis de amistad. Una excesiva demanda de favores, dinero, atención, expresiones de afecto, etc. perturba la relación en su misma base: en la libertad que vimos como condición esencial para que la amistad pueda nacer y desarrollarse.

Los factores socioculturales, por otra parte, deben ser tenidos también en consideración a la hora de comprender los elementos que juegan a favor o en contra de las relaciones de amistad. Es un dato comprobado que las formas de la amistad cambian según los tipos de sociedad y según los tiempos y las presiones ambientales de cada época. Hoy día, la mentalidad consumista de “usar y tirar” impregna, sin duda, todos los modos de vinculación interpersonal, haciéndolos cada vez más fáciles, más numerosos, pero cada vez también más débiles y superficiales. La actual fiebre por el “chat” en Internet ilustra mejor que nada este estado de cosas. Nunca hubo tanta posibilidad abierta para elegir con quien comunicarse y nunca hubo tampoco más facilidad para hacerlo de modo tan impersonal y descomprometido.

Significativo a este respecto es lo que hace muy poco tiempo leíamos en una entrevista a Juan José Ballesta, el chico de doce años que protagonizó la película “El Bola” del director español Acero Mañas. A la pregunta de si tenía en la vida real amigos tan estupendos como en la película, el muchacho respondía: No tengo amigos. No me gusta. Lo digo también en la película. Lo que tengo son conocidos, en mi barrio y en todas partes. Les llamo amigos pero, en realidad, no les tomo como amigos, no confío en ellos... Es un poco triste eso de no tener amigos, le comenta el periodista. A ello el chaval responde: A mi me gusta cambiar. Un día me voy con los de mi barrio, otro día con los del barrio de mi abuela... Es mejor. Les veo un día y no vuelvo a verlos hasta muy tarde. Nunca estoy con los mismos porque no son mis amigos, son conocidos con los que juego a los cromos, a las cartas, a los montones... Me lo paso muy bien con ellos, me río, me divierto, pero no son mis amigos . Es un niño de doce años quien así habla. Pero, sin duda, es el altavoz de una sociedad que concibe de un modo muy particular las relaciones interpersonales.

El hecho es que existen también, como ocurre en la dinámica amorosa, amistades enfermas. Amistades que no contribuyen a favorecer el dinamismo madurativo de las personas sino que, al contrario, se convierten en un obstáculo y en una invitación a movilizar las dimensiones más regresivas o patológicas de la personalidad. Hay relaciones de amistad que perviven y se mantienen gracias a una extraña complicidad para activar los núcleos más problemáticos de los sujetos. Como en las relaciones amorosas, cabe todo tipo de dinámicas regresivas y patógenas. Desde la dependencia infantilizante que retiene al sujeto en una posición de pasividad, hasta la relación de corte sado-masoquista, en la que ambas partes saben nutrir tendencias de ese orden con una rara habilidad inconsciente. Son relaciones en las que la autonomía y la identidad personal se ven amenazadas desde una peligrosa pretensión de hacer de los amigos como dos gotas de mercurio que al acercarse se funden en una. Con esa fusión, sin embargo, tan sólo encontraríamos una extraña gota, a modo de monstruo engendrado por el asesinato de esas dos autonomías.

Todos estos factores personales y socioculturales contribuyen a que la relación de amistad no vea muchas veces realizada esa aspiración de eternidad que, como el amor, parece tener. Es cierto que muchas relaciones amistosas muestran una gran fortaleza y capacidad interna para superar los momentos de decepción, frustración o decaimiento que puedan tener lugar, revitalizándose de nuevo y adquiriendo, incluso, mayor profundidad de vinculación. Depende en buena medida del tipo de expectativa que se vio cuestionada, de la capacidad de que se disponga para asumir frustraciones, de la habilidad para entender y comprender los mecanismos de actuación de la otra parte y de la fuerza que tuvieran previamente los lazos afectivos que mantuvieron el vínculo.

La comunicación abordada en una necesaria articulación de claridad y buena intención tendrá que constituir en esas situaciones un instrumento imprescindible en la eventual resolución de la crisis. Porque la claridad desnuda, despojada del afecto, es de hecho una agresión que, como tal, pondrá necesariamente en peligro el vínculo amistoso. Pero el mero afecto que pretende encubrir la frustración de fondo, acrecienta las dimensiones más regresivas de la relación y deja latiendo y sin resolver una dificultad que, tarde o temprano, pasará factura. Es el momento, pues, de esas “amorosas crueldades” que diría Gabriel Celaya. Sólo así se garantiza que la relación se construye en el afrontamiento constructivo de las inevitables limitaciones, fallos y frustraciones implicados en todo proceso de relación humana.

Pero es un hecho también que muchas veces los vínculos amistosos no sobreviven a pesar de la hondura que pudieron llegar a tener y de los intentos que se realicen para salvarla. Y existen finales de todo tipo. L C. Pogrebin los sintetiza en tres grandes grupos: barrocos, es decir, ampulosos, rimbombantes y dramáticos (de tonalidad histérica podríamos añadir); clásicos, en los que se guardan las formas de racionalidad y serenidad y románticos, a través de un desvanecimiento gradual y progresivo . La amistad, en efecto, como Kant nos lo recordara, es un raro cisne negro, que como todo lo viviente está siempre amenazado de enfermedad y de muerte. Y como todo lo viviente también (aceptarlo quizás venga a ser una condición importante para vivir adecuadamente la relación de amistad) no alcanza nunca su grado supremo y deseado de realización. Por ello, todos podemos exclamar también con ese dicho atribuido a Aristóteles ¡Oh amigos míos, no hay ningún amigo!

7. La alianza del deseo con el ideal.

Probablemente no existe otro vinculo como éste de la amistad, que articule en su misma dinámica ideal y deseo. Ética y estética se aúnan así en esta relación de un modo único y paradigmático. Desde una consideración psicoanalítica, se podría pensar que ninguna otra relación humana implica, en razón de su propia naturaleza, tal articulación y equilibrio entre la fuerza del Ello y los ideales del Superyó.

Con razón afirma Francesco Alberoni que la amistad constituye la expresión ética del Eros. El deseo, según hemos analizado, constituye su fuente dinámica primera, pero junto a él aparece desde muy pronto, incluso en las primeras relaciones amistosas de la infancia, el proyecto moral de justicia, de equidad, de compromiso interpersonal como parte esencial del vínculo que se establece. Cuando advertimos, además, que ese componente ético desfallece, el deseo decae de inmediato y el vínculo tiende a desaparecer. No cuenta con otros soportes, como puede ocurrir en los lazos de la familia o del amor. La fuerza del Ello necesita en la amistad sostenerse en el ideal del Superyó.

Deseo e ideal se articulan, pues, en la relación de amistad de un modo específico y único. La pasión amorosa puede prescindir de la justicia, puede sobrevivir a la traición, puede asumir todo tipo de vejación o de mentira. El deseo, más fuerte que la justicia, se impone sobre cualquier otra consideración. Por otra parte, el vínculo que une al benefactor o al altruista con su beneficiado o protegido puede prescindir del afecto, la calidez o el cariño para mantener su relación de ayuda, independientemente de lo que su mundo afectivo anhele.

En la relación de amistad, sin embargo, atracción y deseo, afecto y cariño se han de ver necesariamente vinculados con una disposición y compromiso para que el lazo se mantenga. No necesitamos que el amigo sea justo, honesto y leal. Podemos ser amigos de un malvado. Pero necesitamos que la relación que se mantiene con nosotros esté presidida por esa lealtad y justicia que puede faltar en su relación con el resto de los mortales. De otra manera, tampoco puede ser amigo para nosotros.

Como podemos también ser objeto de todas las atenciones, cuidados y gestos de misericordia por parte de otra persona sin que en la relación brote la chispa del afecto amistoso. Pedro Laín Entralgo ilustra esta dimensión de la amistad con una bellísima referencia al pasaje evangélico del buen samaritano. Puede que éste realizara toda la labor de misericordia posible con el pobre malherido que encontró a la vera del camino. Lo atiende, lo lleva a la fonda, le limpia y cura la herida, se muestra dispuesto a pagar todo lo necesario para sacarle de aquella penosa situación. Nada de ello bastaría, sin embargo, para que pudiéramos hablar de amistad. Para ello habría sido necesario el inicio de la confidencia, de la cercanía personal, de la entrega algo propio, íntimo y personal. Sólo así se constituye el “nosotros-sujeto” amistoso. “Me llamo Daniel. Y tú, ¿cómo te llamas?, son palabras que el buen samaritano hubiera podido decir al hombre herido. Y sólo con que éste hubiera respondido “Yo me llamo Fulano de tal”, el germen de la amistad hubiera surgido. No es necesario para fundar la amistad la confidencia de lo más íntimo, el strip-tease a todo costa. Pero el vínculo amistoso no tiene lugar si no existe una disposición a establecer ese lazo afectivo que se manifiesta tanto por un gesto sencillo pero personal, como por la confidencia. Como sugiere el mismo Laín Entralgo, bastaría decir “mira” ante una bella puesta de sol, para que se manifieste la disposición a hacer partícipe al otro de la propia interioridad y con ella, a establecer ese lazo interpersonal que caracteriza a este vínculo humano. La amistad, de este modo, perfecciona el acto de caridad, pone gracia humana a la gracia teologal . El ideal superyoico necesita también, por tanto, para que se hable de amistad, enlazar con el dinamismo afectivo que posee su origen en las oscuras fuerzas del Ello.

No es una virtud la amistad, nos recordaba Aristóteles; pero se ha de ver necesariamente acompañada por ella. Como de otro modo lo expresaba Voltaire al señalar que la amistad es un contrato tácito que realizan dos personas sensibles y virtuosas o, de modo más elocuente, diciendo que constituye un matrimonio anímico entre dos seres humanos virtuosos. Ni basta la mera sensibilidad, el matrimonio anímico; ni la virtud por sí misma genera tampoco amistad. Amor y respeto fueron los términos en los que, por su parte, expresó Kant esta misma relación específica de la amistad entre lo ético y lo estético

Un respeto como actitud ética que no supone, por lo demás, un limite o una cortapisa para el amor y el deseo. Ese respeto es la mejor expresión de un deseo que ha madurado y que, por eso, es fiel a la distancia y la diferencia que ha de marcar el encuentro con el otro. No es el otro un bocado para intentar nutrir y colmar la propia carencia. Ni es el otro un objeto de dominio, control y posesión. Sino un tú, libre y diferente, que posee la capacidad de gratificar o de frustrar y que es aceptado en su libertad y su propia autonomía.

Por eso, el amor del amigo por el amigo no exige don, sino que agradece como tal lo que libremente se le ofrece. Ni siquiera se precipita en un deseo de salvar al otro a toda costa, olvidando que a lo mejor el otro no desea ser “salvado”. Respeta hasta el punto de permitir que el otro se equivoque en el libre ejercicio de su riesgo y decisión, no acudiendo en su ayuda si no tiene la certeza de que el amigo, implícita o explícitamente, la solicita y la desea. Sólo así está respetando su propia carencia y sólo así respeta la libertad que brota de la carencia del otro. No es ni un enamorado, ni una madre nutricia, ni un padre salvador. Y sabiéndose sólo así, como un tú cercano y comprometido, acompaña al otro desde su soledad y se siente acompañado en la común aventura de existir.

Pero cuando las cosas tienen lugar de este modo, la amistad se constituye en un vínculo que puede potenciar de modo significativo el propio crecimiento y desarrollo personal. El propio ideal se ve en ella catapultado e impulsado por la fuerza del afecto que, desde la mutua identificación, alimenta y sostiene el vinculo. La amistad, por tanto, posee una enorme capacidad de transformar, de impulsar y movilizar hacia adelante a los sujetos que así se relacionan. No es tanto, pues, el amigo pista de aterrizaje cuanto pista de lanzamiento.

Pero si el amigo es flecha y anhelo de superación, ha de ser también crítica e instancia de verdad: Si quieres tener un amigo hay que querer también hacer la guerra por él: y para hacer la guerra hay que “poder” ser enemigo. En el propio amigo debemos honrar incluso al enemigo. Así habló también el Zaratustra nietzscheniano, expresando esa exigencia de verdad que puede, en determinados momentos resultar dolorosa y hasta cruel. Es un deber, escribía también Kant, que el amigo haga notar al otro su falta, pues lo hace por su bien y es, por tanto, deber de amor . Nos encontramos así de nuevo con las “amorosas crueldades” que pueden ser necesarias, no sólo para enfrentar una crisis en la relación, sino también como medio indispensable para que el amigo crezca o se salve de la ignorancia en la que tantas veces nos vemos forzados a vivir.

Nacida y desarrollada, pues, en el terreno de la libertad, dinamizada por la semilla y la vitalidad del Eros que impulsa la unión entre lo viviente, la amistad puede llegar a dar el fruto del compromiso personal, en el respeto a la distancia y a la diferencia que a cada uno nos constituye. Se hace entonces verdad que nadie tiene mayor amor que el que da la vida por el amigo (Jn 15, 13), y que en ese acto de donación, mutuamente nos constituimos y nos perfeccionamos.
Carlos Domínguez Morano
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